"Marco
su número. Estoy abajo esperándole, y son las 9, como siempre y como nunca más.
Él no me espera, ni yo esperaba estar ahí nunca más, pero estoy. Espero ansiosa
que lo coja, que conteste, y lo hace. Le respondo con un hilo de voz que vengo
a devolverle el libro que me prestó hace más de un mes. Él cuelga, y yo le
espero obediente. Creo que se me va a salir el corazón y que se va a dar a la
fuga como un preso en busca y captura. Pero no es así, se queda en mi cuerpo y
se acelera más cuando le ve asomarse por la puerta de su casa. No puede tener
una cara peor, los ojos hinchados de haber dormido poco, el pelo desecho de las
vueltas que seguramente habrá dado en la cama. Parece un mendigo, como siempre,
pero no lo cambiaba por ninguno más. Me armo de valor y antes de dar un educado
“buenos días” busco su boca. Desesperada, como si hubiese estado a dieta de sus
besos una vida entera. Y él me responde inmediatamente, sin ningún tipo de
sorpresa, como si hubiese estado parado en ese momento desde que decidí dejar
nuestra extraña relación. Le beso, y le sigo besando, y no me sacio, desearía
comérmelo a bocaditos grandes y pequeños, a toda prisa y despacio luego. El
pasa sus manos por todo mi cuerpo, sin saber a qué zona dedicar mayor tiempo y
a cual menos. Me golpeo con la pared, luego él, luego yo otra vez. Vamos a
empujones, no podemos separarnos ni un segundo, como si al hacerlo fuera a
desaparecer el momento, este momento. Me empuja, le empujo, me tropiezo con las
escaleras, pero el sigue, yo sigo, no puedo parar, no podemos parar. Dolorida,
y a tientas, llegamos a su habitación. Tiro mi bolso, me quita la ropa a prisa,
sin dejar que nuestras bocas se separen; yo también le desvisto, como puedo, porque me
tiembla cada terminación nerviosa de mi cuerpecito. Estoy frenética, con una
sensación animal e incomparable a ninguna otra de posesión."