sábado, 24 de septiembre de 2016

Sábado, 29 de septiembre.

"Marco su número. Estoy abajo esperándole, y son las 9, como siempre y como nunca más. Él no me espera, ni yo esperaba estar ahí nunca más, pero estoy. Espero ansiosa que lo coja, que conteste, y lo hace. Le respondo con un hilo de voz que vengo a devolverle el libro que me prestó hace más de un mes. Él cuelga, y yo le espero obediente. Creo que se me va a salir el corazón y que se va a dar a la fuga como un preso en busca y captura. Pero no es así, se queda en mi cuerpo y se acelera más cuando le ve asomarse por la puerta de su casa. No puede tener una cara peor, los ojos hinchados de haber dormido poco, el pelo desecho de las vueltas que seguramente habrá dado en la cama. Parece un mendigo, como siempre, pero no lo cambiaba por ninguno más. Me armo de valor y antes de dar un educado “buenos días” busco su boca. Desesperada, como si hubiese estado a dieta de sus besos una vida entera. Y él me responde inmediatamente, sin ningún tipo de sorpresa, como si hubiese estado parado en ese momento desde que decidí dejar nuestra extraña relación. Le beso, y le sigo besando, y no me sacio, desearía comérmelo a bocaditos grandes y pequeños, a toda prisa y despacio luego. El pasa sus manos por todo mi cuerpo, sin saber a qué zona dedicar mayor tiempo y a cual menos. Me golpeo con la pared, luego él, luego yo otra vez. Vamos a empujones, no podemos separarnos ni un segundo, como si al hacerlo fuera a desaparecer el momento, este momento. Me empuja, le empujo, me tropiezo con las escaleras, pero el sigue, yo sigo, no puedo parar, no podemos parar. Dolorida, y a tientas, llegamos a su habitación. Tiro mi bolso, me quita la ropa a prisa, sin dejar que nuestras bocas se separen;  yo también le desvisto, como puedo, porque me tiembla cada terminación nerviosa de mi cuerpecito. Estoy frenética, con una sensación animal e incomparable a ninguna otra de posesión."